

En esta nueva entrega de Kronocinéfilos, traemos un particular análisis del maestro Javier Franco Altamar sobre la lluvia como elemento importante en la narrativa cinematográfica
Por Javier Franco/Kronos
A decir verdad, nuestra experiencia con la lluvia, tanto en Barranquilla como en el resto del país, ha sido negativa en distintos niveles durante toda nuestra historia.
La estela de la desgracia daría para llenar una biblioteca, y la cifra de damnificados ya no cabe en la cabeza; pero en el cine ocurre otra cosa: nadie le huye a la lluvia ni tiembla de miedo cuando ve nubarrones en el cielo, como lo haría un barranquillero promedio: más bien los aguaceros se tornan alcahuetes de los personajes; cómplices de amores, tensiones y tristezas; compañeros en el llanto y el drama.

La primera escena que me viene a la mente es una de la película Hellboy (2004), donde el sepelio del papá adoptivo del héroe colorado avanza en medio de una lluvia que cae en regadera. El ataúd parece flotar entre la gente que llora, pero no se altera para nada la velocidad del cortejo. Nuestro héroe, condenado al anonimato, es un espectador solitario desde un techo lejano. De su mano izquierda de piedra cuelga un escapulario.

En el caso de Hellboy (cuya aparición se da al principio de la película, también con aguacero sobre los nazis), la lluvia es incorporada como marco del duelo y pérdida, y también sirve como metáfora de la tristeza interna del personaje, que está impedido a expresarse de manera abierta. Pero la idea no es tampoco dejarlo solo en el proceso: la lluvia, en efecto, convierte su llanto en un diluvio metafórico que cubre a toda la humanidad circundante: no olvidemos que en manos del ‘simio rojo’ -como le dicen algunos de sus compañeros de filme- quedará el destino del mundo un poco más adelante, con Rasputín a bordo.

La Roca, Hemingway y Tom Cruise
En otra escena de cementerio que se viene a la cabeza ahora, la participación de la lluvia tiene matices un tanto distintos: antes de tomarse la famosa cárcel Alcatraz con un piquete de mercenarios subalternos de la marina, Ed Harris, convertido en el general Francis Hummel, visita la tumba de su esposa. Bajo la lluvia que cae, el alto oficial parece estar pidiendo perdón por la barbaridad que está a punto de encabezar.

Es el comienzo de La Roca (1996). La lluvia empapa el impecable uniforme y cae del quepis como si fuera sopa de mondongo. En este caso, entendemos el copioso diluvio en su papel de capa de solemnidad respecto del conflicto moral. Nos está preparando, como espectadores, para sumergirnos en la complejidad de los antagonistas de Nicolas Cage y Sean Connery.

El gran Ernest Hemingway, que era un maestro para crear escenas a punta de palabras, y que nos las hacia vivir con solo leerlas, dice en uno de sus cuentos de su colección ‘In our time’ de 1924:
Fusilaron a los seis ministros del gabinete a las seis y media de la mañana luego de alinearlos contra la pared del hospital. Había charcos de agua en el patio y hojas muertas y húmedas sobre las losas. Llovía con fuerza. Todas las persianas del hospital habían sido claveteadas. Uno de los ministros estaba enfermo con tifoidea. Dos soldados lo bajaron por las escaleras y lo sacaron a la lluvia. Trataron de sostenerlo contra la pared, pero él se sentó sobre una poza. Los otros cinco estaban en silencio, parados contra la pared. Finalmente, el oficial dijo a los soldados que no valía la pena tratar de que se levantara. Cuando dispararon la primera ráfaga, estaba sentado en el agua con la cabeza contra las rodillas.

Tal intensidad en tan poco tiempo solo es posible con el arte de alguien que domina a la perfección lo que el argentino Ricardo Piglia resalta como el manejo de la doble historia: detrás de lo contado se agazapa y salta lo que de verdad pretende mostrar el autor.
Fíjense que el pequeño relato termina justo antes de que la ejecución se realice, y la atención se concentra en la parte conmovedora del asunto. La lluvia pertinaz, con losas mojadas y todo, le imprimen a esta escena un tono que no tendría si desconociéramos que la muerte se avecina. Si se logra con letras, como Hemingway, mucho mejor con la imagen en movimiento, que parece mojarnos a los baldazos en las salas de cine cuando se incorpora en la película.

En ‘Jack Reacher: bajo la mira’ (2012), Tom Cruise pelea con el más rudo de los malhechores (Jai Courtney) antes de rescatar, en un contenedor de cantera, a la abogada rubia que extrañamente no se llevó a la cama durante la película…
Y aquí el protagonista en una de las escenas finales aparece bajo la lluvia en plena pelea. Y lo hace como elemento purificador en este caso: en cada golpe con que Jack va sometiendo al antagonista inescrupuloso, a ese mismo ritmo se va lavando con lluvia, en simultánea, el pecado de matar.

Un elemento cinematográfico con un sinfín de usos
En la obra maestra de Hitchcock, ‘Psicosis’ (1960)´, vuelta a filmar como una copia a colores en 1998, la decisión de Marion Crane de detenerse en el Motel Bates debido a una fuerte lluvia subraya un momento de vulnerabilidad y una elección trascendental. Al menos eso dicen los entendidos. Como pueden advertir, el clima influye directamente en una decisión crítica del personaje, lo que lleva a consecuencias dramáticas y aterradoras.

Algo parecido ocurre en ‘Atracción Fatal’ (1986) cuando a Michael Douglas se le vuelve un ocho el paraguas con que trataba de protegerse de la lluvia, y entró en escena, para ayudarlo, la escritora personificada por Glenn Close, a quien había conocido en una reunión seria de trabajo minutos antes. No olviden que este pequeño gesto terminó en casi media película de feroz y hambrienta infidelidad. Eso casi le cuesta la vida al caballero luego de una pesadilla de terror que serviría de sabio consejo a quienes en todo el mundo soñaban, para aquella época, con ser infieles entre las piernas de una rubia espectacular.

Pero bueno: en estos dos casos, la lluvia reorienta y acomoda las cosas. Y, a decir verdad, podrían ocurrir, igual, en la vía entre Barranquilla y Cartagena o en la calle 72; pero lo que sí es jodido que pase es que la lluvia nos deje seguir adelante con el sepelio, por ejemplo. Y no nos pondríamos a firmar un recibido de carta bajo el aguacero, como hace Marty McFly al final de la segunda parte de su ‘Regreso al futuro’ (1989).
Y en este caso, el aguacero se ha mandado unos minutos antes, lo que no impide que el empleado de la empresa de correos se baje y con toda la calma del caso, acompañe a Marty en la emoción de leer aquella carta de un Doc Brown del pasado. Esta sola escena da para todo tipo de interpretaciones: que la lluvia marca el paso entre dos épocas, que participa de una atmósfera de misterio justo antes de la revelación de que Doc está vivo en el viejo oeste norteamericano; y hasta sirve de elemento narrativo esperanzador, porque si bien minutos antes todo parecía estar perdido, la carta abre una nueva posibilidad. La lluvia, lejos de ser solo caos, también anuncia un nuevo comienzo: ‘Back to the Future Part III’.

Por donde uno se asome al tema, resulta que tanto en el cine clásico como el contemporáneo que tiene que ver con Hollywood, la lluvia suele cumplir varias funciones a saber: catalizador emocional, pues intensifica el drama, la tensión o el clímax emocional de una escena. Se incorpora en transiciones narrativas, pues marca un cambio de estado, una revelación o el paso de una etapa a otra; tiene propiedades de purificación o renacimiento, pues puede simbolizar limpieza, redención o un nuevo comienzo; y refuerza los momentos de aislamiento y urgencia, pues incrementa la sensación de peligro, urgencia o aislamiento de los personajes.

Conexiones ancestrales y la lluvia currambera
Hay quienes han dicho -lo leí en los años 80 del siglo pasado, es decir, en la Edad Media, como les digo a mis alumnos-. Hay quienes han dicho, digo, que, con el agua, los seres humanos experimentamos un “estigma atávico”. Para esa época, yo no tenía ni idea de qué era un estigma, ni mucho menos en qué consistía la condición de “atávico”. Luego entendí lo que pretendía decir el artículo: Un estigma es una marca, señal o carga negativa que se asocia a algo. Puede ser social, emocional o simbólica. Y la palabra atávico remite a algo que proviene de tiempos muy antiguos, que está ligado a nuestros ancestros o a instintos primitivos. Es algo que heredamos de generaciones pasadas, muchas veces de manera inconsciente.

Claro: antes de ser simios y un poco antes de volvernos lagartos de grama, nosotros los humanos éramos acuáticos. De aquella costumbre de nuestros tatarabuelos, heredamos la necesidad de estar nueve meses flotando en líquido amniótico antes de ponernos a gatear, lo que, a su vez, constituye una herencia de nuestros abuelos de cuatro patas. Por eso, la lluvia nos reconecta de alguna manera con la naturaleza, inspira a poetas y les proporciona recursos muy potentes en lo simbólico a los directores de cine.
Pero nosotros en Barranquilla, vamos un poco más allá, somos más recientes en nuestra relación con la lluvia. No es la nostalgia ni el renacer: es una catástrofe. Quizás en eso sí apunta con sinceridad la adaptación del ‘Planeta de los simios’ de 2001, donde toda esa gente peluda y gruñona le tiene miedo al agua.

El caos vehicular que se establece en nuestra ciudad cuando se forma el temporal de nubes negras, es consecuencia de que todo mundo quiere llegar a casa rápido para ponerse a salvo del aguacero y de sus hijos, los arroyos.
La verdad es que cuando en Barranquilla llueve, las grabaciones de películas y series (por ahí anda una con base en la obra de Marvel Moreno) se interrumpen de inmediato, porque las gotas que caen aquí (cada una es capaz de llenar un pocillo, dice un chiste) rompen techos, destrozan estatuas y monumentos, tumban árboles y paredes. Y los arroyos no respetan contenedores, ni camiones, ni grúas de producción: todo eso va a tener al río Magdalena.
