El Día de los Santos Difuntos se conmemora en Tubará el 23 de noviembre, en una tradición que merece ser preservada
Por Guillo González/Kronos
Ir a Tubará siempre ha sido especial para mí, este apacible municipio tiene una energía especial que recarga a quienes lo visitan y saben disfrutarlo. Pero esta vez quise vivir de cerca una tradición que, a pesar de tener un origen común con el resto de pueblos latinoamericanos, tiene en los tubareños algunos aspectos que la diferencia y la hacen única: el Día de los Santos Difuntos.
Empecemos por el principio, en Tubará, tierra de marcada ascendencia indígena, la conmemoración y el homenaje a las Santas Ánimas se lleva a cabo el 23 de noviembre, no el día 2, fecha instituida por el catolicismo, aunque, según lo que aprendí en mi recorrido, todo el mes de noviembre es una oportunidad para que los tubareños homenajeen a sus familiares y amigos ya idos.
El compañero de viaje en esta ocasión fue el investigador y Sociólogo en formación de la Universidad del Atlántico y Gestor Cultural Jhon Alber González María, quien me mostró tanto con sus conocimientos como con su vivencia, lo que significa esta conmemoración ancestral.
La casa de ‘Fella’ y jacinto, primera parada
Después de ver el cementerio municipal desde la Plaza de la Madres, notando su ubicación, topografía y la distancia que lo separa de la iglesia San José, la segunda construida en el pueblo, nos dirigimos en franca bajada hacía el camposanto. Antes hicimos una parada en la casa de una pareja de longevos campesinos que nos dieron luces sobre el origen y el carácter de la ceremonia fúnebre.
Felicita Corro Santiago, de 83 años y su esposo Jacinto Viloria San Juan con 94 años a cuesta, ratificaron la información que mi guía había compartido, “Los indígenas Mokaná, etnia familiar de los habitantes del municipio, instituyeron la fecha debido al clima, puesto que las lluvias por lo general arreciaban el día 2 y cesaban después del 22 o 23 permitiéndoles ir al cementerio a compartir con sus muertos”, apuntó Jacinto, de pie, en el centro de su amplia y luminosa casa y agrega que la sabiduría nativa les permitía saber si para esos días seguía lloviendo o paraba el agua.
‘Fella’, su esposa, desde la comodidad de su silla y apoyada en un bastón agregó que ella iba al cementerio desde muy niña y que cuando su mamá no tenía para las flores o las velas se inquietaba mucho, aspecto común en los lugareños que dan particular importancia a las ofrendas. Agradeciendo su hospitalidad y amabilidad nos despedimos.
El Cementerio lugar sagrado para el encuentro entre vivos y muertos
Subiendo las empinadas calles observamos como las personas llegaban de diferentes direcciones, flores en mano camino al cementerio y que los alrededores y la fachada del lugar eran limpiados y embellecidos por los mismos moradores y funcionarios de la alcaldía.
Después de conversar con algunos vendedores de flores y velas en la entrada ingresamos al sagrado sitio y ahí empecé a entender lo que significaba esta fecha para los tubareños, el ambiente cargado de misticismo y respetuosa alegría contrastaba con el fin principal del lugar.
Los rostros de los que llegaban se iluminaban al saludarse con quienes reconocían, al llegar a las tumbas y colocar sus ofrendas y al ‘poner bonita’ la morada de sus difuntos.
Antes del homenaje a sus familiares Jhon me explicó algo sobre lo que se vive en el lugar, “Cada año, los tubareños asisten al Cementerio y recuerdan las ánimas de sus familias y seres queridos con distintos actos y tradiciones locales en las que se aprecia un sincretismo religioso entre el catolicismo y una mirada ancestral de los indígenas Mokaná. Cuando nosotros no tenemos para las ofrendas nos inquietamos y hacemos lo necesario para conseguirlas y venir a colocárselas. Ese acto genera paz y tranquilidad en las almas de nuestros difuntos y también en los que les sobrevivimos”
El cementerio es muy parecido al mismo pueblo que tiene una altura de 203 metros sobre el nivel del mar y cuya topografía es irregular, con calles que oscilan entre sinuosas subidas y bajadas, dependiendo de la orientación. Lo mismo pasa en el camposanto, las personas se mueven todo el día y parte de la noche, entre las tumbas subiendo o bajando a través de estrechos callejones. Desde un punto elevado se les observa ocupadas limpiando y ornamentando los sepulcros, elevando oraciones a sus difuntos y compartiendo entre familiares y conocidos.
Las historias familiares se atesoran por generaciones
“A nosotras nos traía desde muy niñas nuestra tía Francisca Vizcaino, para que veláramos al bisabuelo Juan Ramón Mendoza, ella ya falleció y al igual que a nuestros padres, Cristóbal y Rosa y nuestros hermanos, Edgardo y Celmira, ahora que falleció, también le rendimos homenaje a ella todos los años”, comentan las hermanas Elizabeth y Libia De la Hoz, de 68 y 70 años respectivamente.
Sentadas frente al lugar de descanso final de su familia y protegiéndose del sol con una amplia sombrilla, las dos rezan, comentan anécdotas de sus seres queridos y explican el porqué de su sentir. “Este lugar es especial para todos nosotros porque nos permite encontrarnos tanto con los muertos como con los vivos”.
Más arriba, frente a un sepulcro adornado con rosas y claveles, estaba otra pareja, esta vez de esposos, que habían llegado de Barranquilla el día anterior para ofrendar a los suyos. Piedad Barraza, visitaba a sus padres y abuelos, mientras que su esposo Marcos Cepeda Rúa homenajeaba a sus padres y coincidían en que la importancia del ritual radica en que todo el pueblo se une alrededor de un evento muy sentido y lleno de amor por sus antepasados.
El guardián de la tradición
Después de recorrer maravillado gran parte del lugar, compartir con las personas su especial homenaje a la muerte y acompañar a Jhon en la puesta de ofrendas y dedicación de rezos a los suyos, me dispuse a escucharlo y aprender sobre el significado y el origen de la tradición.
“Lo primero que hay que saber sobre esta fecha es que para nosotros significa una fiesta del reencuentro, bajo el respeto y la fraternidad propia del tubareño” empieza diciendo el investigador, añadiendo que las personas que están por fuera hacen lo posible por regresar a su tierra, incluso desde días anteriores, para compartir con los suyos y venir al cementerio a visitar a su gente.
Jhon ha basado su trabajo universitario en la investigación de esta conmemoración, aportando desde su propia vivencia significado y claridad sobre la misma. “Yo traigo ofrendas para mis padres y familiares, eso es importante porque agradan y guían a las ánimas. Las ofrendas son principalmente las velas para que iluminen su camino, las flores para que con su aroma se alimenten y los rezos para consagrarlas y guiarlas”.
Es conocido en todo el municipio por su carácter entusiasta y ameno, cursa octavo semestre de sociología en la Universidad del Atlántico y busca con su trabajo de investigación y documentación, crear una política pública que convierta la tradición en una declaratoria inmaterial, cultural y fúnebre del país y que así se atesore, se realce y se genere un relevo generacional que garantice su conservación a futuro.
Según los datos del investigador algunos sacerdotes intentaron cambiar la fecha del 23 de noviembre, retornándola a la original del día 2, pero fue imposible ya que el apego de la ceremonia en ese día especial y diferente ha marcado el derrotero de la celebración. En palabras del mismo González María, “Tubará por estos días se convierte en un gran centro ceremonial, que conecta lo histórico, lo divino, lo ancestral y lo sagrado”.
Es necesario que los niños sigan la tradición, apunta el gestor cultural y destaca también la labor de personas como Herminia González, que a sus 78 años aún llega al cementerio a rezar cuando se lo encargan, Ella es una de las rezanderas más respetadas de Tubará y ya hay pocas personas que hacen esa vital tarea de elevar rezos a las ánimas para que siempre estén en paz. Por eso es importante la gestión investigativa que Jhon Alber lleva a cabo en búsqueda del reconocimiento que amerita una tradición ancestral de tanta trascendencia.